sábado, 9 de agosto de 2014

Capitulo 12

—Hola, Cari. Mi equipo se sentará en la fila de detrás de la bancada de
los testigos. Por supuesto, puedes sentarte ahí si quieres.
Asiento con la cabeza en un gesto de agradecimiento. Si no puedo estar
junto a Sebastian, al menos me sentaré cerca de él.
—Debemos hablar antes de que esto empiece —sigue diciendo, pero esta
vez se dirige a Sebastian. Me mira de nuevo—. ¿Te importa dejarnos a
solas?
Tengo ganas de protestar a voz en grito, pero me limito a asentir de
nuevo. No digo nada, porque temo que me tiemble la voz y revele mi
nerviosismo. Sebastian me aprieta la mano.
—Entra. Te veo enseguida.
Hago otro gesto de asentimiento, pero no me muevo. Me quedo inmóvil
en medio del pasillo mientras Maynard avanza unos metros con Sebastian y
luego cruza la puerta de una pequeña sala de conferencias que le han
asignado a él y a su equipo para que la usen durante el juicio. Permanezco
un momento más en el pasillo; no tengo ganas de cruzar las pesadas
puertas de madera que dan a la sala del tribunal. Quizá, si no entro, el
juicio no empezará nunca.
Sigo allí de pie, recriminándome por mis tonterías, cuando me parece oír
que pronuncian mi nombre a mi espalda, apagado por el bullicio que llena
el amplio y resonante pasillo. Al principio creo que es uno de los
periodistas que intenta llamar mi atención, pero la voz me resulta familiar.
Frunzo el entrecejo, porque no puede ser…
Segundo.
Me doy la vuelta y lo veo. Segundo Cernadas, el chico con el que crecí y
que ha sido uno de mis mejores amigos desde entonces. El hombre que
siempre me dice que Sebastian es un peligro para mí.
El hombre que Sebastian cree que está enamorado de mí.
En el pasado habría corrido hacia él y le habría abrazado para después
contarle sin apenas respirar todos mis miedos. Ahora ni siquiera estoy
segura de lo que siento al verle.
Me quedo paralizada mientras él camina apresuradamente hacia mí.
Llega casi sin aliento y me tiende la mano. La baja lentamente cuando
presiente que no voy a estrechársela.
—No sabía que iba a encontrarte aquí —comento sin mostrar emoción
alguna.
—Intenté llamarte esta mañana al Kempinski, pero ya te habías
marchado.
—Tengo un móvil —le replico.
Asiente.
—Lo sé. Debería haberte llamado. Lo decidí a última hora. Maynard se
enteró de que había ido a clase con uno de los ayudantes del equipo del
fiscal, y me dijo que viniera.
—¿En la facultad de Derecho?
No se me ocurre ninguna razón por la que un fiscal alemán iría a una
facultad de Derecho estadounidense.
Segundo niega con la cabeza.
—En el instituto. El mundo es un pañuelo, ¿verdad?
—¿Sebastian sabe que estás aquí?
Le hablo con voz fría y seca, y estoy segura de que Segundo sabe por qué. Si
Sebastian hubiera escogido a las personas que formarían su equipo legal,
seguro que Segundo no estaría incluido.
Segundo tiene la cortesía de parecer avergonzado.
—No —contesta mientras se pasa una mano por el cabello. Se ha
peinado hacia atrás el pelo rizado que normalmente lleva descuidado, y
ahora unos cuantos mechones le caen sobre el rostro y las gafas tipo
Lennon—. ¿Qué se supone que debo decirle a Maynard? ¿Que Estevanez no
quiere verme? Si le digo eso, tendré que contarle por qué. Y si Estevanez no le
ha contado a Maynard que te revelé información privilegiada abusando de
la confianza entre cliente y abogado, no veo por qué habría de contárselo
yo.
—Se te podría haber ocurrido algo.
Asiente de nuevo, esta vez con más lentitud.
—Quizá. Pero he trabajado en la defensa de Estevanez desde Los Ángeles. Ha
sido un trabajo que me ha absorbido por completo durante tres semanas.
No estoy aquí solo por conocer a alguien, también estoy aquí porque
conozco las leyes. Cari, puedo ser muy útil, y sabes tan bien como yo que
Sebastian necesita toda la ayuda que pueda conseguir.
Me muerdo la lengua para no preguntarle a qué se refiere. Maynard sabe
que Sebastian sufrió abusos cuando era un niño, de eso estoy segura. Pero
creo que nadie más de su equipo lo sabe. ¿Acaso Segundo sí? La posibilidad
me inquieta, porque sé lo mucho que Sebastian quiere esconder esa parte de
su vida, pero no puedo preguntarle sobre ella a Segundo sin revelarla. Aunque
si Segundo no asiste a la reunión que están celebrando ahora mismo tal vez es
porque no pertenece a ese círculo privado, me digo esperanzada.
—¿Vas a sentarte a la mesa de los abogados? —le pregunto, y me siento
aliviada cuando niega con la cabeza.
—Pensaba sentarme contigo. Si no te importa.
—No me importa.
Puede que las cosas hayan cambiado mucho entre Segundo y yo, pero ha
estado a mi lado en todas las crisis que he sufrido en la vida, y me parece
justo que también esté ahora.
Me sonríe con dulzura y me pone una mano en el hombro, pero su
mirada es intensa.
—¿Estás bien? Me refiero a que no… Ya sabes.
—Ya no… —le respondo, pero aparto la mirada—. Estoy bien.
Respiro hondo y contengo las ganas de llorar. Lamento haber perdido la
confianza que me permitía contarle todo a Segundo; cómo todos los días me
levanto esperando tener que reprimir el impulso de cortarme, y por la
noche vuelvo a la cama junto a Sebastian sorprendida al advertir que no he
tenido que combatir esa compulsión. No estoy «curada». Sé que nunca lo
estaré. Siempre ansiaré el dolor para mantenerme centrada. Siempre me
sorprenderá superar una crisis sin haberme hecho ningún corte. Pero ahora
tengo a Sebastian, y es a él a quien ansío. Sebastian es mi válvula de escape, y
ya no necesito un cuchillo para infligirme daño. Sebastian me mantiene
centrada y a salvo.
Y sé que eso es otra de las razones por las que temo perderle.
—¿Cari?
—De verdad —insisto mirándole a la cara—. Ni cuchillos ni cuchillas.
Sebastian me cuida.
Lo veo torcer el gesto, y por un instante me arrepiento de mis palabras.
Pero es una debilidad momentánea. Segundo se ha portado muy mal con
Sebastian y conmigo, y aunque siempre le querré no pienso perdonar ni
olvidar eso con facilidad.
—Me alegro —me responde con voz formal—. Todo te irá bien, Cari.
No importa lo que pase, vas a salir bien de esta.
Asiento con la cabeza, pero no se me escapa el sentido de sus palabras: a
mí todo me irá bien, pero a Sebastian no. Me invade un arrebato de rabia
teñido de tristeza porque me doy cuenta de que Segundo ya no es consciente de
lo que necesito. Si realmente lo fuera, sabría que nada me irá bien sin
Sebastian. Nunca más.

Capitulo 11

En mis sueños, caigo una y otra vez de la azotea del edificio y me precipito
interminablemente hacia el suelo. Sebastian extiende una mano con una
expresión frenética mientras intenta agarrarme, pero es inútil. Está
atrapado por encima de mí, y yo me desplomo en la tierra fría y dura, y
acabo destrozada en mil pedazos. Luego rezo para que venga y me
recomponga de nuevo, pero sé que no lo hará. Que no puede hacerlo.
Porque ha sido él quien me ha empujado desde el borde de la azotea.
Me despierto gritando; estoy agarrada a Sebastian, aferrando su cuerpo
con los brazos. Ni siquiera el palpitar tranquilo de su corazón y sus
palabras suaves me tranquilizan, porque ya no soy capaz de distinguir
dónde termina la pesadilla y dónde comienza la realidad.
Solo quiero que todo esto se acabe, pero cuando salimos del vestíbulo
del Kempinski dos horas después, cuando empiezan a destellar las cámaras
y los periodistas aúllan sus preguntas sobre el juicio que comienza hoy, me
arrepiento de ese deseo. Temo que cuando esto termine llegue mi propia
destrucción. Así que ahora ansío que toda esta estupidez previa al juicio
siga y siga. Y quiero permanecer acurrucada en la seguridad del hotel si
con eso logro eludir la dura realidad.
Desde el momento en que nos conocimos tuve la sensación de que una
burbuja mágica nos rodeaba, pero el mundo real no tardó en penetrar en
ella. Primero mi madre voló hasta Los Ángeles para precipitarse como una
tormenta y destrozar la frágil vida que por fin había comenzado a
organizar. Luego vinieron los paparazzi, que, tras enterarse de que había
posado desnuda por un millón de dólares, casi consiguieron hundirme.
Y ahora este juicio, que amenaza con destruir por completo todo lo que
Sebastian y yo hemos construido juntos.
No tengo ninguna intención de abandonar a Sebastian, y creo que él
tampoco a mí, pero no consigo sacudirme el miedo de que, pese a nuestros
propósitos, el destino nos reserve otros planes. Puede que Sebastian sea la
persona más fuerte que conozco, pero ¿será capaz de enfrentarse a todo el
mundo?
El trayecto es demasiado corto, y no tardamos en llegar al Centro de
Justicia Criminal, que alberga el tribunal del distrito de Munich, donde va
a celebrarse el juicio de Sebastian. Es un edificio moderno y cuadrangular,
construido en piedra blanca y cristal. Me recuerda al juzgado federal de
Los Ángeles y al Dorothy Chandler Pavilion. Si tenemos en cuenta el
espectáculo que está a punto de comenzar, supongo que resulta muy
apropiado.
Últimamente he venido varias veces a este lugar para asistir a las
reuniones con los abogados, pero en ninguna ocasión he temblado como
hoy. No paro de estremecerme, con un temblor que me llega hasta los
huesos, como si tuviera mucho frío. Como si nunca más fuera a entrar en
calor.
Respiro hondo y me inclino hacia la portezuela del coche, que el chófer
ya ha abierto. Sebastian  me detiene poniendo una mano sobre la mía.
—Espera —me dice en voz baja.
Se quita la chaqueta y me la coloca sobre los hombros.
Cierro los ojos, pero solo un momento. El suficiente para maldecirme.
Sebastian no debería estar ocupándose de mí. Debería ser yo quien le
estuviera apoyando. Me vuelvo y me inclino sobre él para darle un rápido
pero intenso beso en los labios.
—Te quiero —le susurro, y espero que esas sencillas palabras expresen
lo que quiero decirle.
Me mira fijamente a los ojos.
—Lo sé. Anda, ponte la chaqueta.
Asiento y entiendo el mensaje implícito: no importa lo que pase, nunca
dejará de cuidarme. No puedo discutir con él sobre eso. Después de todo,
yo siento lo mismo.
Salgo del coche y me yergo con la sonrisa de la Cari pública tallada en
la cara; nos rodean docenas de periodistas de toda Europa y Estados
Unidos, incluso de Asia. Tengo la suficiente experiencia ocultando mis
emociones para saber que muestro un aspecto confiado y tranquilo. No me
siento así. Estoy aterrorizada, y por el modo en el que Sebastian me agarra la
mano, sé que él es consciente de ello. Ojalá fuera más fuerte, pero es
imposible, y no tengo más remedio que aceptarlo. Hasta que esto no acabe,
de un modo u otro, voy a caminar sobre el filo de la navaja. Espero que al
final me desplome entre los brazos de Sebastian y no me precipite sola hacia
el abismo como en el sueño.
—Herr Estevanez! Fräulein Zampini! Cari! Sebastian!
Las voces nos rodean, en alemán, en inglés, en francés. También en otros
idiomas, pero no los reconozco.
La prensa nos ha acosado desde que llegamos a Munich. Y no solo por el
juicio. La prensa amarilla está igual de ansiosa por analizar la vida
amorosa de Sebastian. Gracias a Dios, no están todos los días hablando del
retrato por el que Sebastian me pagó. Pero han rebuscado en sus archivos y
no dejan de publicar fotografías de Sebastian con una serie interminable de
mujeres. Modelos de pasarela. Actrices. Herederas. Sebastian me contó que
había follado con muchas mujeres, pero que no hubo ninguna especial.
Para él, solo existo yo.
Le creo, pero aun así no me gusta nada ver todas esas fotografías en los
quioscos, en la televisión y en internet.
Sin embargo, ahora mismo me contentaría con que a la prensa solo le
interesara saber con quién se acuesta Sebastian. Pero hoy no se centran en
eso. Hoy buscan sangre, y les han servido un asesinato en bandeja.
Hasta que cruzamos el umbral y entramos en el edificio no me doy
cuenta de que se me ha olvidado respirar. Miro a  Sebastian y logro sonreír
débilmente. Menea la cabeza.
—Ojalá te hubiera dejado en el hotel.
—Prefiero morir a no estar a tu lado.
Por desgracia, me parece que hoy eso acabará conmigo.
Los pasillos están abarrotados de abogados y personal administrativo.
Todos caminan con aire eficiente hacia dondequiera que se dirijan. Apenas
me doy cuenta de que pasan a mi lado. De hecho, apenas me doy cuenta de
nada, y me sorprendo un poco cuando un guardia de seguridad me entrega
mi propio bolso; entonces me percato de que acabo de pasar un arco de
seguridad.
Un individuo en la cincuentena de aspecto impecable y cabello
entrecano se dirige apresuradamente hacia nosotros. Es Charles Maynard,
el abogado que representa a Sebastian desde que este apareció en los
campeonatos de tenis como un prodigio de nueve años. Le estrecha la
mano a Sebastian mientras me mira.

viernes, 8 de agosto de 2014

Capitulo 10

Se aparta, de nuevo demasiado pronto, y ahora su boca desciende
suavemente por mi cuerpo. Entre sus labios y mi piel no hay más que una
fina capa de seda.
La boca se detiene sobre el vientre y me mordisquea el ombligo. Sus
manos han bajado más, hasta el borde del vestido, y comienza a tirar de él
hacia arriba. El material suave se desliza con facilidad sobre mi cuerpo al
tiempo que los labios de Sebastian vuelven a bajar. Noto los besos como el
cosquilleo de una pluma sobre la piel, a lo largo de la curva de la cadera,
para seguir después con suavidad y dulzura sobre el pubis, y bajar más y
más. Arqueo la espalda de forma involuntaria y se me escapa un jadeo
cuando su lengua juguetea con mi clítoris antes de que me cubra el sexo
con la boca de un modo posesivo y voluptuoso.
Me pone las manos sobre los muslos y me acaricia las cicatrices con los
pulgares; luego desliza los dedos sensualmente por la sensible piel del
punto donde se unen los muslos. Me separa las piernas y me las abre para
él. Intento mover las caderas, apartarme del placer de un beso tan íntimo,
pero me mantiene inmovilizada, exactamente como él quiere. Me llevo una
mano a la boca y me muerdo la carne tierna de la base del pulgar mientras
muevo la cabeza de un lado a otro siguiendo el ritmo que crece en mi
interior a medida que la lengua y la boca expertas de Sebastian aumentan mi
dulce placer con dolorosa lentitud.
Y por fin, explota. Arqueo la espalda con la boca abierta, pero mi grito
queda ahogado por el cuerpo de Sebastian, que se ha movido y ahora me
tiene inmovilizada con todo su peso. Pega su boca a mi boca, y pruebo el
sabor de mi propia excitación. Le beso profundamente, con ansia, y
protesto cuando se aparta. Apoya las manos en la tierra blanda para poder
mirarme a los ojos. En los suyos la pasión ya está dando paso a una
expresión juguetona.
—¿Mejor? —me pregunta con una sonrisa arrogante.
—Oh, sí —le contesto mientras me incorporo sobre los codos para poder
sentarme.
—No. Túmbate —me ordena.
Alzo una ceja, divertida.
—Es usted muy mandón, señor Estevanez. ¿Qué quiere exactamente de mí?
—Te quiero desnuda —me contesta, y la expresión juguetona se
desvanece con la misma rapidez con la que ha aparecido, reemplazada por
una lujuria y una pasión tan intensas que me humedezco de nuevo.
—Ah.
Me levanta lentamente el borde del vestido. No protesto. Me limito a
moverme para que pueda quitarme la prenda por encima de la cabeza. La
arroja a un lado antes de quitarse la camiseta blanca y desabotonarse los
vaqueros.
—Voy a follarte, Cari. Aquí mismo, sobre esta tierra cálida y a cielo
descubierto. Te haré mía mientras nos mira todo el universo, porque eres
mía y siempre lo serás; lo que pase a partir de ahora no importa.
—Sí —le respondo, aunque sus palabras no contenían una pregunta sino
una exigencia—. Sí, por favor.
Me pasa las manos por todo el cuerpo con los ojos llenos de adoración.
Siempre he sabido que soy guapa, pero cuando Sebastian me mira, me siento
más que hermosa. Me siento especial.
Alargo una mano para acariciarle la mejilla y veo cómo aumenta la
pasión en sus ojos. Entierro los dedos en sus cabellos y le agarro por la
nuca para atraer sus labios a los míos. El beso es ansioso y salvaje, como
los árboles y la naturaleza que nos rodean. Me pego a su cuerpo, incapaz de
tenerlo tanto como ansío. Me acaricia las caderas, los pechos, me mete las
manos entre las piernas. El gemido que se le escapa cuando descubre que
estoy húmeda y lista para él reverbera por todo mi cuerpo. Interrumpe el
beso y se incorpora sobre una mano para mirarme.
—Ahora.
No espera que le responda, pero yo ya tengo abiertas las piernas, y
levanto las caderas para que mi cuerpo se una al suyo cuando entra en mí.
Grito, pero no de dolor, sino por lo apropiado de la situación. Así es como
debe ser, Sebastian y yo unidos. Sebastian y yo enfrentados contra el resto del
mundo.
Nos movemos a la vez de un modo frenético y apasionado, y cuando el
orgasmo explota en mi interior vuelvo a notar que tengo el rostro cubierto
de lágrimas.
—Cariño —me susurra a la vez que me atrae hacia él.
—No, no —digo—. Es demasiado grande para guardarlo dentro de mí.
—Lo sé —responde, y me abraza con más fuerza todavía—. Lo sé,
cariño.
No sé cuánto tiempo nos quedamos así. Solo sé que no quiero moverme
nunca más. Al rato Sebastian me pasa una mano por el brazo desnudo y
luego me besa en el lóbulo de la oreja.
—¿Estás lista para volver?
No estoy lista, por supuesto. Nunca lo estaré. Pero sé que Sebastian
necesita mi fuerza tanto como yo necesito la suya. Así que me limito a
asentir con la cabeza, y recojo el vestido antes de ponerme en pie. Luego le
tiendo la mano.
—Estoy lista. Vámonos.

Capitulo 9

Cierro los ojos con fuerza, y noto que se me saltan más lágrimas. Me
acaricia la mejilla con el pulgar.
—¿Lo entiendes?
—No —le contesto, pero en realidad sí que lo entiendo, y cuando abro
los ojos advierto que sabe muy bien cuál es mi verdadera respuesta.
Se me acerca de nuevo, y mi respiración se vuelve entrecortada. Me da
hipo, y cuando su boca se pega a la mía noto el sabor de las lágrimas. Al
principio el beso es suave, dulce y cariñoso. Luego me agarra la nuca con
una mano, me rodea la cintura con el otro brazo y me atrae con fuerza
hacia él.
Jadeo por la sorpresa, y él se aprovecha. Me besa otra vez en la boca, y
su lengua encuentra la mía. El beso se vuelve más profundo y exigente.
Enredo los dedos en su cabello sedoso y me pierdo en la sensualidad de su
boca, en la violencia del beso. Las lenguas se entrelazan, los dientes
chocan. Mañana tendré la boca dolorida, pero soy incapaz de resistirme a
esos besos que nos envuelven en llamas.
Cuando por fin se aparta, respiro con dificultad. Noto los labios
hinchados, doloridos, y gloriosos. Me pregunto si me han besado antes de
verdad, incluso Sebastian, y en este momento solo quiero más.
Me inclino hacia él en un gesto silencioso de exigencia, pero me detiene
con una mano sobre la barbilla. Me quedo así, en esa posición extraña, con
los ojos alzados hacia él.
—Tú lo eres todo para mí, Cari. Tienes que saberlo. Tienes que
creerme.
—Te creo —le susurro.
Veo el temblor que le recorre todo el cuerpo, y luego noto cómo se le
tensan los músculos cuando me atrae de nuevo hacia él y me abraza con
fuerza. Me derrito en sus brazos, tan enamorada de él que casi me duele.
—Lo eres todo para mí —me repite—. Pero no puedo ser fiel a tu amor
si no soy fiel a mí mismo.
—Lo sé —le respondo con los labios pegados a la tela de algodón de su
camisa—. Lo entiendo. —Echo la cabeza hacia atrás y le miro a los ojos—.
Pero eso no significa que duela menos.
—Pues déjame intentar aliviarte. —Me aparta un poco y luego se inclina
para besarme en la comisura de la boca—. ¿Te duele ahí?
Niego con la cabeza; sigo con los ojos llenos de lágrimas pero ahora
esbozo una leve sonrisa.
—¿No? ¿Y aquí?
Me roza la mandíbula con los labios, y yo respiro hondo, extasiada por
la dulzura de su beso.
—No —repito, y sonrío con más firmeza.
Esta vez posa los labios en el cuello. Echo la cabeza hacia atrás para que
pueda besarme mejor, y noto que mi pulso tamborilea contra su boca.
—Tampoco es ahí —susurro.
—Esto es complicado. ¿Cómo voy a besarte para que te sientas mejor si
no puedo encontrar el lugar adecuado?
—Sigue buscando.
—Nunca dejaré de buscar —me promete. Baja los labios y se detiene
sobre el corazón, que palpita con fuerza—. Seguro que no es aquí.
Sigue moviéndose y yo me río, pero la risa se detiene de golpe en el
momento en que cierra la boca alrededor de uno de mis pechos y profiero
un grito salvaje y sensual.
—¡Sebastian!
Sus brazos me rodean por la espalda y me sostienen mientras me chupa a
través del material sedoso de este vestido demencialmente caro. Me
mordisquea el pezón ya sensible y me arqueo hacia atrás perdida en una
ofuscación desesperada de placer.
—¿Es aquí? —murmura sin separar del todo la boca.
—Sí. Dios mío, sí.
—Yo no lo tengo tan claro —dice tras apartar la boca—. Será mejor que
siga buscando.
Me suelta con suavidad y hace que me tumbe sobre la hierba blanda para
luego sentarse a horcajadas sobre mi cintura.
—Sebastian —murmuro—. ¿Qué estás…?
Me acalla poniéndome un dedo en los labios, y luego se inclina sobre mí
para mordisquearme de nuevo el pezón. Gimo de placer.
—Ya te lo he dicho. Voy a besarte y te sentirás mejor.
Esta vez su boca se cierra alrededor del pecho izquierdo mientras toma
el otro pecho con una mano. Tengo la sensación de que todo mi cuerpo es
un cable que envía corriente a los distintos puntos de contacto. De los
dedos que me rodean el pecho surgen chispas de energía que me recorren
retorciéndose y que provocan que mi cuerpo se arquee con una necesidad
insaciable.

Capitulo 8

Sin querer retrocedo un paso, pero me agarra por los brazos y me
detiene. Sus dedos se me clavan en la piel y me inmovilizan.
—¿De verdad es lo que piensas? Dios, Cari, me aterroriza pensar que
van a separarme de ti. Que no podré tocarte ni besarte. Que no te oiré reír,
ni te veré. Que no estaré contigo.
Me quedo tan sorprendida y sin palabras, que no me doy cuenta de que
me ha ido empujando lentamente hasta que noto a mi espalda el tronco de
un árbol. La corteza rugosa se me clava a través de la fina tela del vestido.
Baja las manos de un modo posesivo por mis brazos y luego las coloca con
fuerza sobre los pechos. Se me escapa una exclamación de asombro, y una
oleada de deseo abrasador e inmediato me recorre por completo. Se inclina
sobre mí y me roza la mejilla con los labios.
—Puedo enfrentarme a cualquier cosa menos a la idea de perderte.
Su boca arde junto a mi oreja. Baja lentamente una mano, y luego la
sube con igual lentitud por el muslo arrastrando hacia arriba el suave tejido
de la falda.
—¿Que no tengo miedo? —me susurra a la vez que me cubre el sexo con
la palma de la mano.
No llevo ropa interior, así que se desliza con facilidad dentro de mí. Me
muerdo el labio y al mismo tiempo me siento agradecida de que me
sostenga, porque todo mi cuerpo se transforma en fuego líquido.
—Jamás en toda mi vida he tenido tanto miedo.
Me lo dice antes de pegar sus labios a los míos y meterme los dedos
lentamente, al ritmo de su profundo beso. Durante un momento hermoso y
lleno de dicha me pierdo en ese beso, en esos brazos. Olvido dónde
estamos y por qué estamos aquí. Solo existen Sebastian y la calidez sensual
de su cuerpo apretado contra el mío.
Entonces noto que algo se rompe en mi interior y me olvido del deseo y
de esa necesidad desesperada que me acelera el pulso y me obliga a apretar
el sexo contra sus dedos. Le coloco con fuerza las manos en el pecho y le
empujo hacia atrás.
—¿Cómo te atreves a tener miedo? Maldita sea, Sebastian, ¿cómo te
atreves a decir que temes perderme cuando podrías arreglarlo todo de un
plumazo? Podrías acabar con esto. Si quisieras lo terminarías y
volveríamos a casa.
Me mira fijamente, y veo una tristeza infinita en sus ojos.
—Cariño… Si pudiera acabar con ese miedo, lo haría.
—¿Si pudieras? Puedes, lo sabes muy bien, y me cabrea que no hagas
nada al respecto, joder.
Le estoy gritando. Soy una arpía enloquecida, y eso es algo que odio. Me
odio por ello, pero en este momento también odio a Sebastian.
Las lágrimas me bajan a raudales por las mejillas, y las piernas me
flaquean. Comienzo a desplomarme, pero Sebastian me agarra con fuerza y
me ayuda a caer de rodillas. No se me escapa la ironía de la situación:
Sebastian siempre estará ahí para ayudarme. Al menos, eso pensaba. Ahora
no lo sé, y por primera vez me siento sola entre los brazos de Sebastian.
—Lo he pensado —me dice en el tono más bajo y serio que jamás le he
oído.
Me quedo inmóvil. Nunca creí que la esperanza pudiera parecer tan fría
y tan carente de vida, pero así es.
—¿En qué has pensado? —le pregunto con cautela.
Duda tanto rato antes de contestar que llego a pensar que no dirá nada
más. Cuando por fin habla, lo hace con lentitud.
—Hace tanto tiempo que te quiero, y ahora que te tengo, arriesgo todo lo
que hay entre nosotros.
Me dan ganas de gritar «¡Sí! ¡Sí!». Me doy cuenta de que estoy clavando
los dedos en la tierra blanda y húmeda. Procuro relajarme para no
adelantarme a sus siguientes palabras ni tener demasiadas esperanzas.
—No estoy seguro de que el hecho de revelar lo que Richter me hizo sea
la solución, por mucho que tú, Maynard y los demás lo creáis así. Pero
quizá debería intentarlo. Si eso significa que retirarán todas las
acusaciones, quizá debería sacrificar la privacidad que he intentado
conservar toda mi vida.
Capto la amargura de su voz, y querría cogerle de la mano, pero no lo
hago. Me quedo quieta.
—No hay que avergonzarse de haber sido una víctima, ¿verdad? Así que
¿por qué me iba a importar que todo el mundo se enterase de las cosas
repugnantes que me hizo? ¿Qué más da que la prensa escriba sobre esas
angustiosas noches que pasó en mi dormitorio? ¿Sobre las cosas
asquerosas que me obligó a hacer? Ni siquiera te las he contado a ti. Ojalá
fuese capaz de olvidarlas.
Me mira a los ojos, pero yo solo veo los ángulos y las líneas de su rostro.
—Si así consiguiera la libertad, ¿no debería proclamar lo ocurrido,
incluso desde lo alto de los tejados? ¿No debería publicarlo a los cuatro
vientos? En los telediarios, en los programas de cotilleo, en la primera
página de los periódicos. ¿No debería convertir el infierno por el que pasé
en la comidilla de todo el mundo?
Noto frío en las mejillas, y me doy cuenta de que estoy llorando otra
vez.
—No —le respondo con un susurro, y odio que sea verdad lo que dice.
Pero así es Sebastian en el fondo. Un hombre que obedece su propio código,
y precisamente por eso me enamoré de él—. Ni siquiera por mí. Ni
siquiera para eludir la cárcel.

Capitulo 7

—Es muy hermoso —acierto a decir.
—Bienvenida a Kranzberger See. Antes pasaba muchas horas aquí. Me
sentaba en la orilla y me dedicaba a escuchar el agua, los pájaros y el
viento entre los árboles. Cerraba los ojos y me perdía. —Y mientras me
habla, no deja de mirar al lago, pero luego se gira hacia mí—. Quería
enseñártelo.
«Lo siento», me parece oír.
Trago saliva y hago un gesto de asentimiento.
—Gracias.
Levanta nuestras manos unidas y me besa con suavidad en las palmas.
Es un gesto muy dulce, y romántico hasta hacer daño, y no puedo sino
desear que nos quedemos aquí, perdidos en la luz difusa, inmersos en la
fantasía de estar solos en el mundo.
Un temblor me recorre todo el cuerpo, y me giro. Me he enamorado muy
deprisa de este hombre, y me aterroriza la posibilidad de perderlo, y la idea
de que nos arrebaten la bondad que hemos encontrado, a pesar de nuestros
tormentosos pasados. Aprieto los labios para contener un grito de angustia,
porque en este momento solo quiero gritar y desgañitarme hasta que
Sebastian haga lo que tenga que hacer para arreglarlo todo, y desaparezca el
horror de nuestras vidas.
Pero guardo silencio. Y me mantengo firme como una roca, porque sé
que el más mínimo movimiento podría hacerme estallar. Me siento volátil,
salvaje y peligrosa; pero sé que en estos momentos una explosión es lo
último que necesitamos.
—Cari.
En sus labios mi nombre suena suave. Sebastian me suelta la mano para
situarse detrás de mí. Me pone las manos sobre los hombros, y la sensación
es cálida y dulce. Noto el leve contacto de sus labios en la nuca, y la leve
presión de sus dedos mientras me acaricia los brazos desnudos.
—La noche que nos conocimos en casa de Evelyn te enfadaste conmigo,
¿lo recuerdas? Debería haberte dejado en ese momento. Debería haberme
alejado de ti para no volver a verte nunca más.
Tengo la boca seca, y noto una tremenda opresión en el pecho. No quiero
oír esas palabras. No quiero creer que exista una mínima parte de su ser
que no desee estar conmigo, ni siquiera si esa fantasía se debe a su afán de
protegerme.
—No.
Es la única palabra que soy capaz de articular, y suena ahogada y ronca.
Me da la vuelta con suavidad y me pone una mano en la mejilla.
—Me parte el alma ver ese miedo en tus ojos.
Su voz es suave y amable, pero sus palabras me golpean igual que si me
hubieran dado una patada en el pecho, y mi respuesta está a la altura de las
circunstancias: los dos nos quedamos atónitos cuando le propino una
bofetada.
—¡Cállate! —le grito. Todo mi autocontrol estalla en un torbellino de
emociones enloquecidas—. ¡Cállate de una puta vez! ¿Crees que es esa la
solución? ¿Desear que no nos hubiéramos conocido? Por Dios, Sebastian, te
amo tanto que me duele… ¿y tú me vienes con arrumacos? No quiero que
me tranquilices, sino que hagas algo.
Le golpeo en el pecho con los puños, y cuando me agarra de las muñecas
y me inmoviliza, jadeo de sorpresa. Me aprieta con tanta fuerza que me
hace daño.
—Cari.
Su voz ya no es suave. Es bronca y peligrosa, y sé que le he sacado de
sus casillas, pero no me importa. Por mí que se enfurezca, pues es lo que
quiero, que pierda la calma y su maldita testarudez, y que se le meta en la
cabeza que el único modo de salvarse, de salvarnos, es plantear una buena
defensa.
—Irás a la cárcel —le digo con voz clara y precisa—. Por Dios, Sebastian,
¿no estás acojonado? ¡Yo tengo tanto miedo que apenas puedo levantarme
de la cama por la mañana!
Me mira fijamente, como si le estuviera hablando en chino.
—¿Que no tengo miedo? —Su voz suena cargada de una furia apenas
contenida. No sé si soy el blanco de esa furia, pero es lo bastante intensa
como para hacerle temblar—. ¿Eso es lo que crees?

Capitulo 6

Quiero que siga conduciendo, quiero ir rumbo al este, hacia el sol que
saldrá dentro de cuatro o cinco horas. Quiero que ponga a tope el coche y
que no nos paremos. Ahora mismo estamos dentro de una burbuja, a salvo
de esas sombras amenazantes. Pero en el momento en que nos
detengamos… En el momento en que volvamos…
«No.»
Inspiro profundamente. Tengo que ser fuerte, y no por mí, sino por
Sebastian.
—Deberíamos volver.
Lo digo en voz tan baja que con la música a todo volumen supongo que
no me ha oído. Alargo la mano hacia la radio y aprieto el botón de
apagado; de repente se hace el silencio.
Sebastian se vuelve hacia mí, y veo cómo la alegría de su cara se convierte
en preocupación cuando nuestras miradas se cruzan.
—¿Qué pasa?
—Deberíamos volver. —Intento hablar en voz alta, pero las palabras
siguen sonando muy bajo y falsas, como si actuara en contra de mi
voluntad, que me suplica en silencio que insista a Sebastian para seguir
huyendo—. Necesitas descansar. —Tengo que obligarme a decir esas
palabras con la mayor naturalidad posible—. Lo de mañana nos va a
suponer un esfuerzo tremendo.
—Razón de más para seguir mientras podamos.
Noto un nudo en la garganta, así que trago saliva.
—Sebastian.
Espero que me diga palabras tranquilizadoras. Que me tranquilice
asegurándome que todo va a salir bien. En vez de eso, se limita a
acariciarme la mejilla, y el gesto provoca una oleada de emociones que, a
su vez, me llevan al borde de las lágrimas. Aprieto los puños con todas mis
fuerzas para contener el ataque de llanto que está a punto de apoderarse de
mí. No puedo permitirlo. Ahora no. Joder, en realidad nunca. Si pierdo a
Sebastian, entonces sí que lloraré, y hasta que no sepa si lo pierdo o no,
quiero pasar con él todo el tiempo posible, nada más.
Logro sonreír de un modo que casi es verdadero antes de girarme hacia
él.
—Venga.
Da gas, y el coche acelera aún más.
—¿Adónde vamos?
—A un sitio que quiero que veas.
Debo de parecer más confundida de lo que me siento, porque se echa a
reír en voz baja.
—No te preocupes. No vamos a escaparnos.
Tuerzo el gesto. Casi deseo que huyamos.
Con la mano izquierda sostiene el volante, pero apoya la derecha sobre
mi rodilla. El gesto es más posesivo que sexual, como si simplemente
necesitase saber que sigo aquí. Echo la cabeza hacia atrás, dividida entre el
deseo de disfrutar del contacto de sus dedos contra mi piel y la necesidad
de maldecirle. De gritarle y de chillarle. De rogarle y de suplicarle que se
defienda de una puñetera vez. Porque Sebastian Estevanez no es de los que
retroceden y dejan que lo apaleen. No es de los que soportan perder.
No es un hombre que le haga daño a la mujer que ama.
Pero eso es justo lo que está haciendo.
Todos esos pensamientos, violentos y peligrosos, me dan vueltas por la
cabeza mientras se desvanecen las últimas luces de la ciudad y solo quedan
los bosques que flanquean la autopista. El motor va como la seda, apenas
hace ruido, y yo estoy muy cansada. No solo por lo tarde que es, sino
también por todo lo que he tenido que soportar. Cierro los ojos y me relajo.
Segundos más tarde, me incorporo sobresaltada cuando me doy cuenta de
que el coche se ha detenido y el motor está parado.
—¿Qué? —pregunto medio dormida—. ¿Qué ha pasado?
—Que te has echado un sueñecito —me responde.
¿Un sueñecito?
Arrugo el ceño.
—¿Cuánto tiempo?
—Casi media hora.
La información me sobresalta al punto de despabilarme del todo. Me
incorporo y miro alrededor. Al parecer estamos en el aparcamiento de un
restaurante de campo con muchas mesas en el exterior. Está cerrado, y las
mesas tienen un aspecto más inquietante que acogedor.
—¿Dónde estamos?
—Seehaus Kranzberger —responde. Debe de haber notado mi confusión,
porque sonríe—. Era uno de mis sitios favoritos cerca de Munich. En
cuanto Alaine tuvo edad para conducir, empezamos a venir aquí con Sofia.
Yo acabé viniendo solo. Este lugar me trae muchos recuerdos —añade con
una voz un poco extraña.
—Pero está cerrado —comento de un modo estúpido.
—No hemos venido a comer.
Se baja del coche y, antes de que me dé cuenta de lo que hace, lo rodea
para abrirme la puerta. Me tiende una mano para ayudarme a salir, y yo me
pongo en pie con un movimiento elegante.
—¿Para qué hemos venido?
—Acompáñame.
Lo miro con detenimiento, pero soy incapaz de adivinar su estado de
ánimo. Me coge de la mano y me guía por un sendero estrecho que
serpentea entre unos árboles altos y frondosos, cuyas hojas se ven negras y
grises a la luz de la luna. No tengo ni idea de hacia dónde nos dirigimos,
pero cuando llegamos al último recodo del camino, suelto una exclamación
de sorpresa. Delante de nosotros se extiende un lago rodeado de una
naturaleza exuberante. La luz de la luna centellea en la superficie, y el
gigantesco orbe del astro lunar se refleja de un modo que da la impresión
de que podríamos lanzarnos al agua y tomarlo con las manos.